La fina linea que separa la vida de la muerte se difumina en Wadi Rum. El desierto es inmeso, inhospito y aún así inevitable. La supervivencia en sus territorios yermos es una anécdota y un sacrificio. De vez en cuando, un campamento hecho con piel de cabra jalona el paisaje de arenisca roja y piedra irregular.
¿Qué fascinante pensamiento lleva al ser humano a querer vivir en este lugar? Porque lo cierto es que nunca estuvo deshabitada. Desde el neolítico hasta nuestros días, distintas tribus han hecho de este pedazo de tierra su casa. Entre ellos los nabateos, los mismos que construyeron Petra.
La túnica blanca de Tariq se convierte con el sol de mediodía en un potente reflector, potenciando su tez morena. Su impoluta presencia deslumbra y contradice su estilo nómada. Tanto él como su familia han utilizado siempre el desierto como modo de vida.
Su padre, Sebastian, mientras atrapa con la mano una porción de arroz con patatas y escasas verduras de una olla cercana, recuerda como hace algunos lustros sus antepasados cobraban peaje a las caravanas que atravesaban el árido territorio entre Arabia Saudí y Oriente. «La historia no ha cambiado mucho», afirma Sebastian, «ahora vivimos de cobrar el peaje a los miles de turistas que cada año visitan Wadi Rum para rememorar aquellas caravanas y evocar las aventuras de Lawrence de Arabia».
Es a él, al teniente británico Thomas Edward Larence, más conocido como Lawrence de Arabia, al que debe Wadi Rum su justificada fama. En 1917 aceptó la invitación del jeque de la tribu de los howeitat para participar en la Revuelta Árabe contra los turcos otomanos en la I Guerra Mundial, convirtiéndose en el primer occidental que vivió en este territorio. «Bajo nuestros pies se extendía un suelo de barro de color amarillento oscuro, tan duro y silencioso como un entarimado de madera, liso como un lago en una extensión de media milla por cada lado», así describe Wadi Rum en su libro «Los siete pilares de la sabiduría». «El atardecer carmesí en estos acantilados y empinadas escaleras de fuego neblinoso descienden hasta el sentido amurallado…Es un lugar inmenso, solitario…Como tocado por la mano de Dios.» Desde entonces, su nombre quedó directamente ligado a este lugar.
Sebastian y Tariq viven durante el invierto en Wadi, el pueblo cercano que sirve de cobijo durante lo más aspero de la temporada de tormentas. En verano, su jaima de piel de cabra y las estrellas son único techo. Ambos dominan todas las artes y manejos necesarios para entenderse en este páramo de desolación. «Hablar de Wadi Rum es hacerlo de nuestra vida, de nuestra supervivencia aquí porque como puedes ver no hay nada, sólo arena y piedra caprichosa. ¿Qué hacemos? Nada, nos dedicamos a sobrevivir.»
Ellos son los amos del lugar, y se nota cuando pasean sus miradas por el puñado de turistas que hoy se han acercado a conocer Wadi Rum. Los llevan y los traen con una destreza adquirida durante muchos años. Les muestran una parte muy pequeña de esta inmesidad, y se emocionan cuando el viajero adivina en la roca la caprichosa forma de un elefante. «Vosotros os llamais nómadas, pero los nómadas somos nosotros.» afirma Tariq haciendo aspavientos, «lo que pasa es que nostros viajamos a lo largo y ancho de nuestro territorio, no salimos fuera.» Silencio, dejémonos llevar.
La apuesta es compartir jaima, camello y 4×4 con los habitantes de la zona, así que nos ponemos en marcha. «Wadi Rum es singular porque se trata de una cadena montañosa rota, fragmentada de norte a sur dejando así portentosas formaciones de piedra, basalto o arenisca. El viento y el agua han conformado la forma que ahora muestran y que cada uno interpreta a su manera». En un receso en el acantilado de Lawrence de Arabia, Sebastian me cuenta que hace ya 20 años el Ministerio de Turismo jordano apostó también por hacer de esta zona un referente para el montañismo y el senderismo.
«Vino un inglés experto en este tipo de cuestiones: montañismo, senderismo, rutas, etc. y planificó una serie de recorridos para montañeros profesionales. Gracias a él y al empeño del Gobierno, Wadi Rum se convirtió en el lugar más importante de todo Oriente Medio para practicar la escalada». Y apunta mientras habla el puente de piedra de Burdah que se eleva a 35 m del suelo y está considerado uno de los arcos naturales más altos del mundo.
A pesar de que rompe el silencio, recorremos el desierto en un todoterreno. El sol calienta hasta lo más recóndito y el viento caliente se mete hasta los huesos.»En estas tierras todavía viven unas 60 familias que mantienen», afirma Tariq mientras intenta buscar cobertura en su móvil, «intentamos aferrarnos a la cultura beduina para evitar que se pierda». El camino es accidentado y el viento caliente golpea sin piedad. La arena se cuela por todos los sitios.
La comida con Tariq y Sebastian es uno de los mejores momentos del día. La preparan amablemente en su campamento. Estamos en su casa y nos invitan a comer arroz con patatas y escasas verduras. No hablamos el mismo idioma pero nos entendemos perfectamente, incluso sin intérprete. Son simpáticos, rien y estrechan las manos después de enseñarnos a comer.
Atardece y es un momento ideal para montar en camello. Ahora, el viajero se siente como un beduino que atraviesa el desierto cargado de incienso y cardamomo. También se me pasa por la cabeza que fuera Lawrence de Arabia y que detrás de aquellos penachos con forma de mujer, estuviera agazapado parte del ejército otomano. Es una actividad gratificante y reflexiva, es un momento grandioso.
Montados en nuestro amigo giboso hacemos parada y fonda en Captain’s Desert Camp un restaurante beduino en medio del desierto de Wadi Rum. Allí engullimos un delicioso cordero con arroz, asado en las brasas enterradas en el desierto, y un refresco tras otro para recuperar sales minerales, mientras ásperas canciones con ritmo amenizan los sentidos.
Poco a poco, las fuerzas se recuperan al mismo ritmo que la raya que separa la frontera entre lo vivo y lo inerte comienza a ennegrecerse.